Hay pocos lugares en donde uno se siente tan bien como en casa. Ahí está nuestra cama, nuestra almohada, nuestras cosas, y conocemos cada uno de los rincones de nuestro barrio. Sabemos donde ir a comprar el pan, donde es mejor la fruta, y tenemos a nuestros amigos cerca. Pero qué pasa cuando uno siente la necesidad de emigrar? Obviamente está el miedo al fracaso, a lo desconocido, pero ya tenemos más que claro que nuestro mayor potencial, nuestra superación como personas está
más allá de la zona de confort.
Hace muchos años (ya casi 9) mi marido, por entonces novio, se propuso estudiar un master afuera. Estudió, estudió, estudió, ahorró, ahorró, ahorró, y lo logró. El destino elegido fue Grenoble, una ciudad chiquita al pie de los Alpes franceses que jamás había escuchado nombrar. Lo que el destino nos deparaba, ninguno de los dos lo imaginaba.